Resulto que
uno de estos días estaba tomando un café y comiendo un alfajor de una marca
conocida por el centro de San Miguel, Pcia. De Bs. As., leía mi revista Caras
con un gran interés, desesperada por enterarme de embarazos y casamientos
importantes, sin darme cuenta que un tipo se sentó en mi mesa y ordenó un
capucchino (con canela canela extra, especificó).Fue recién cuando el mozo se
acercó con el pedido de mi nuevo vecino que noté su presencia, impactada, bajé
mi revista y le pregunte sí, acaso, su comodidad en la silla que ocupaba era
una cuestión de simple geografía o sí, acaso algún otro tipo de interés lo
movilizaba. Me miró, debo decirlo, con algo de desprecio y me dijo que venía a
explicarme algo que yo sospecho, pero que sólo él podía confirmarme.
Sorprendida, cerré mi revista con algo de arrogancia, de esa que ningún ser
humano puede simular debido a que es una marca registrada de nosotros, los
malditos escritores.
Me dijo que había notado mi preocupación y que sí, hay
muchas cosas que reformularía de sus teorías, que sabía que había estado
leyendo el capítulo llamado “el escritor en vacaciones”, de su libro
Mitologías. Dijo que mis sospechas eran ciertas, que yo no estaba de
vacaciones, aclaró que sabe hasta el día de hoy que un escritor nunca está de
vacaciones, que su cabeza siempre está en producción de textos y personajes.
Asentí, Roland Barthes en esto no se equivocaba.
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